Texto publicado en el Periódico Diagonal, número 220, del 10 al 23 de abril de 2014 [DESCARGAR PDF del artículo]
Por Javier de Rivera. Coordinador, junto con Angel Gordo, del monográfico de Vigilancia global y formas de resistencia en Revista Teknokultura
Respuestas comunes
Ante la vulnerabilidad de nuestra información en las comunicaciones digitales y la evidencia de que existen planes de espionaje masivo, lo más común es responder con un: “me da igual que me espíen, no tengo nada que ocultar”, a veces seguido de “hay tanta gente que nadie se va a preocupar por leer tus mensajes”.
Esta respuesta elimina automáticamente la preocupación por el hecho de que las tecnologías que nos resultan tan útiles y tan atractivas sirvan también como instrumentos de vigilancia masiva. Es razonable pensar que no “nos va a tocar la china” de ser personalmente monitorizados, después de todo no somos tan importantes como políticos, periodistas de investigación, activistas sociales, defensores de los derechos civiles, etc.
Es decir, mientras renunciemos conscientemente a tener un papel relevante en cualquier cosa que pueda afectar a los intereses de quien controla esta maquinaria, no tendremos ningún problema. Mejor nos declaramos por anticipado inocentes de todos los delitos imaginarios contra estos intereses y nos autocensuramos en lo que creamos que pudiera dar motivos para que se vulneren nuestros derechos.
No se trata de pensar, en plan egocéntrico, que existen informes con nuestro nombre en mayúsculas, sino de reconocer que ciudadanos tan inocentes como nosotros están siendo investigados ilegítimamente. Existen evidencias de vigilancia sobre periodistas de investigación o activistas pacíficos (por ejemplo en el caso de Occupy Wallstreet). Con esa actitud de “a mi que me registren”, dejamos a estas personas solas ante el problema, convirtiéndoles en apestados de los que hay que distanciarse para seguir sin tener nada que ocultar.
Una respuesta es declararse en contra de toda autocensura: “nadie va a evitar que diga lo que quiero decir”, pensando incluso que “la alarma por la vigilancia digital es una invitación a la autocensura a la que me niego”. Es una postura mucho más valiente, al hacer frente al miedo paralizante; aunque también tiende a minimizar la amenaza que supone el control digital global: “no tienen suficiente capacidad para controlarnos a todos” y “no es un motivo importante de lucha”.
Sistemas de control
El problema es que desconocemos el verdadero alcance de la vigilancia global. En primer lugar, no sabemos los intereses ni las intenciones detrás de estos sistemas de control. ¿De qué forma se quiere ejercer este control? Ha quedado demostrado que no se limita a la lucha contra el terrorismo, sino que se expande a agentes legítimos de la sociedad civil, pero ¿hasta dónde se pretende llegar?
En segundo lugar, desconocemos su capacidad efectiva, y las limitaciones técnicas los las únicas que pueden poner coto a la ambición de poder. Según cierta lógica, poder hacer algo es razón suficiente para hacerlo. La autolimitación es una cualidad rara para quienes la expansión de su poder es un fin en sí mismo, que no está subordinado a otros principios o metas.
Las últimas revelaciones publicadas en The Intercept hablan del uso de algoritmos para analizar datos y seleccionar objetivos, ya sea del espionaje o de las bombas de los drones. Se busca en la Inteligencia Artificial un medio para extender la capacidad de control más allá de lo humanamente posible. Ya no se trata de agentes secretos leyendo correos, sino de sistemas automatizados que procesan información masivamente para identificar “personas de interés”, como en la serie. Pero… ¿del interés de quién?
Revolución
En esta inquietud, la NSA coincide con Silicon Valley y con los intereses del mercado del Big Data, que prometen una revolución económica a base la explotación intensiva del rastro digital de nuestra actividad diaria. Una “revolución” del control, no de la igualdad o el bienestar. Un estado de “progreso” que solo tiene sentido desde una posición ideológica que rechaza la iniciativa y la responsabilidad humana en los procesos políticos y económicos.
En conclusión, resulta evidente que la cuestión tecnológica no se puede dejar al margen de la lucha por un mundo mejor y más justo. Se hace necesario diseñar infraestructuras gestionadas con transparencia, construyéndolas de abajo-arriba, con todas dificultades que eso supone. En definitiva, al principio de soberanía popular sobre el que se funda la democracia hay que añadirle el de la soberanía tecnológica: la capacidad para disponer sistemas de comunicación que ofrezcan la seguridad y la autonomía que la sociedad civil necesita.